Diego Maradona. El ídolo que no pudo gambetear a la política

La verdad, no me importa lo que Maradona hizo con su vida. Me importa lo que hizo con la mía». Así contestó el Negro Roberto Fontanarrosa cuando le pidieron un juicio sobre la peripecia de Diego Maradona. El hombre de 60 años que murió ayer encarnaba la emoción que inspira el fútbol. Alegrías sin mediación, que suspenden fragmentaciones, igualitarias. La perplejidad que ocasiona una destreza que se aproxima al arte. Era inevitable, entonces, que se cruzara una y otra vez con la política, cuyo insumo principal es la emoción. Era inevitable que la política lo manipulara. El último contacto, misterioso, se produjo ayer. Falleció un 25 de noviembre. Como Fidel Castro.

Es poco pertinente retratar a Maradona por sus inclinaciones ideológicas. Como es impertinente hacerlo con Borges. O Gardel. Eso no quiere decir que la relación con Castro no haya sido determinante para él. Ocurrió en Cuba, durante 1999, cuando viajó a la isla para una de sus tantas desintoxicaciones. Allá se hizo de izquierda. Antes de volver se tatuó en un brazo al Che Guevara. Seis años más tarde, en el principal estadio marplatense, Hugo Chávez ahuecaba la voz para gritarle: «Ven aquí, Diego. Alca, alca, al carajo». En esa cumbre de 2005, rigoreando a George Bush hijo, también Néstor Kirchner se convirtió en bolivariano.

El kirchnerismo fue la última afinidad de Maradona con el poder. Alberto Fernández sacó ventaja de esa simpatía para vampirizar la popularidad del ídolo. Javier Grosman debe organizar unfuneral de ópera en la Casa Rosada. Fernández quiere para Maradona una despedida peronista. Como la de Evita. Como la de Néstor. Sin embargo, el vínculo del muerto con el oficialismo careció de intimidades. A pesar de esa distancia, Cristina Kirchner lo llamó el 30 de octubre para saludarlo en su cumpleaños. Ese día él había aparecido en la cancha de Gimnasia, el club de la vicepresidenta, donde lo homenajearon. Desmejorado, abandonó la silla del DT antes de tiempo. Se había puesto un buzo negro con la escarapela argentina y la publicidad de YPF. Era el adelanto de un auspicio que no llegó a formalizarse. La relación de Maradona con el oficialismo se anudaba a través de La Cámpora. Esa agrupación ha pintado varios murales con su nombre en la cava de Fiorito. Y una de sus dirigentes, Daniela Vilar, sorteó una camiseta suya entre la militancia de Lomas de Zamora. Maradona no tuvo un trato personal con Máximo Kirchner, pero sí con Santiago Carreras, el eslabón de la agrupación con el fútbol. Carreras, a pesar de su antiguo riquelmismo, impulsó en 2016, como senador bonaerense, que se lo declarara ciudadano ilustre de la provincia de Buenos Aires.

Diego Maradona, con un cuadro de La Cámpora
Diego Maradona, con un cuadro de La Cámpora

Hace ya más de una década Maradona convalidó con su presencia la avanzada más agresiva del kirchnerismo sobre el negocio deportivo. Se subió al escenario desde el que la señora de Kirchner denunció el «secuestro de goles» y lanzó el programa Fútbol para Todos. La AFA revocaba los derechos de televisación para el Grupo Clarín y se los cedía al Gobierno, a través de la TV Pública. En la foto aparecía también Julio Grondona, quien se benefició de la relación con Maradona, a lo largo de décadas, sin que le importara desde dónde soplaran los vientos.

Quería que la alegría no fuera manipulada. Que el fervor del pueblo no fuera privatizado por una facción. A Alberto Fernández, su «discípulo», no le sale hacer lo mismo con el luto

Estas imágenes quedaban muy lejos del contexto en el cual el genio se incorporó al fútbol profesional. Fue en 1976, en Argentinos Juniors, el club del Presidente, quién ayer, de tan compungido, suspendió su agenda laboral. En aquellos tiempos el líder del club era Próspero Consoli. Y el titular de su Comisión Patrimonial, Guillermo Suárez Mason, quien al mismo tiempo comandaba los centros clandestinos de detención de la provincia de Buenos Aires. Maradona era un chico ajeno a esa trastienda tenebrosa, que debutó el 20 de octubre de 1976, en un partido contra Talleres. El deslumbramiento lo produjo tres años después, en el Mundial Juvenil de Japón. La victoria final fue contra la Unión Soviética, un viernes 7 de septiembre. Desde la cabina de transmisión José María Muñoz gritaba que en esa cancha estaba la Argentina que debía ver el mundo. Le hablaba a los integrantes de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA que 24 horas antes había llegado a Buenos Aires para recabar testimonios sobre los crímenes de la dictadura.

Conurbano peronista

Maradona venía de Fiorito. Desde el conurbano peronista. Aun cuando su padre, Diego, fuera radical. En aquellos años el radicalismo tuvo alguna influencia en su carrera. En 1981 se negoció su préstamo a Boca Juniors, que dirigía desde hacía un año un simpatizante del partido, Martín Benito Noel. En las tratativas intervino un mítico descendiente de Yrigoyen: Carlitos Bello, el caudillo indiscutido de la ribera.

A pesar de esa proximidad con el radicalismo, la relación con el gobierno de Alfonsín fue muy discreta. Jugadores como Daniel Passarella Hugo Orlando Gatti tuvieron un vínculo mucho más estrecho con el padre de la nueva democracia. Pero Maradona fue el emblema de la selección de aquellos tiempos, que desde mayo de 1983 estaba conducida por Carlos Salvador Bilardo. Ya era el astro del Napoli. Jugaba los domingos en Italia y viajaba a la Argentina para los amistosos de los miércoles. Bilardo lo designó capitán, desplazando a Passarella. La selección andaba a los tumbos. Y después de una derrota ante Noruega, algunos funcionarios vinculados al deporte, como Rodolfo «Michingo» O’Reilly y Osvaldo Otero, propusieron el reemplazo de Bilardo. Grondona intervino para salvarle la cabeza. Su principal aliado en defensa de su amigo fue Maradona. Códigos de barrio.

Estas desavenencias son ajenas al hecho relevante. Maradona se convertiría en Maradona en 1986. El año culminante de la primavera alfonsinista. Antes de Semana Santa, antes de la derrota electoral frente a Cafiero. En aquel mundial, Maradona dejó de ser jugador para convertirse en mito. La metamorfosis estuvo sobredeterminada también por la política. Maradona volvía de un entrenamiento especial en Suiza. Estaba en extraordinarias condiciones. Desde Malvinas, la Argentina no se había enfrentado a Inglaterra en un campo de juego más que una vez, durante la guerra, en el campeonato de hockey sobre patines que se jugó en Portugal. El 22 de junio de 1986 Maradona hizo, en el estadio Azteca, el gol de la mano de Dios. Y definió por segunda vez con el que se considera el mejor gol de la historia.

Fue la cumbre de su carrera. Y fue una revancha subliminal contra los ingleses. Para ellos aquél segundo tanto fue tan traumático, que su memoria está asociada a los temas más insólitos. Por ejemplo, en 2005, Lord Mervyn King, el presidente del Banco de Inglaterra, utilizó la hazaña de Maradona frente a quienes lo marcaban para ejemplificar cómo se debe desconcertar a los mercados la política monetaria. No es para menos. Le ganó a los ingleses él solo, recorriendo toda la cancha. El relator canónico de la proeza, Víctor Hugo Morales, se consagró también con lo narrado. Barrilete cósmico, lo llamó, para devolver una gentileza de Menotti, que había definido a Maradona como un barrilete.

A pesar del significado de aquella victoria y de aquel campeonato, Alfonsín no quiso ir a recibir la copa. A Maradona se la entregó Conrado Storani. El presidente radical se limitó a cederle el balcón de la Rosada a la selección en el regreso a Buenos Aires. Quería contrastar aquel mundial de la democracia con el de 1978, con el de Videla. Quería que la alegría no fuera manipulada. Que el fervor del pueblo no fuera privatizado por una facción. A Alberto Fernández, su «discípulo», no le sale hacer lo mismo con el luto.

Diego Maradona, con Fidel Castro, en La Habana (año 2000)
Diego Maradona, con Fidel Castro, en La Habana (año 2000) Fuente: Reuters

La relación de Maradona con el menemismo fue turbulenta. Allí tuvo amigos muy cercanos, como Jorge Triaca. Cuando en junio de 1983 el hijo del sindicalista, Jorgito, que sería ministro de Trabajo de Mauricio Macri, sufrió un choque de autos que le hizo perder la movilidad de las piernas, Maradona fue a la Clínica del Sol a visitarlo. Solo Jorgito sabe hasta hoy de qué hablaron a solas. Ayer, 37 años después, aquel chico accidentado lo despidió con este mensaje: «Tuvo 7 viajes a la luna. Jugó el partido completo. Más alargue y penales. El lío que va a hacer arriba ahora. QEPD».

Para 1990 Carlos Menem todavía no había estabilizado su gobierno. Aprovechó el mundial de Italia para hacer pie. Designó a Maradona embajador deportivo. Ese pasaporte le evitó un conflicto judicial, que podía incluir la detención, por un altercado con los custodios de Trigoria, el predio de la Roma donde concentraba la selección. «Maradona tiene inmunidad diplomática y está a salvo de este tipo de querellas», lo defendió Carlos Ruckauf, que era el embajador. «Pelusa» jugó todo el torneo lesionado. Y demostró un gran manejo del sentimiento popular antes del partido de Argentina contra Italia. Se jugaba en Nápoles. Donde él competía con la devoción de San Gennaro. Antes del encuentro les dijo a los napolitanos: «A Ustedes los del Norte los trataron siempre de africanos. Ahora pueden ganarle a la Juve o al Milan. Decidan mañana a quien quieren alentar».

Del amor al odio

El idilio con el menemismo tuvo una vuelta de campana al año siguiente. En 1991 saltó el primer positivo. Queda suspendido. Marcelo Tinelli, que el 30 de octubre lo sostenía del brazo en el último partido de Gimnasia, lo incorporó en aquel momento a VideoMatch. El 26 de abril fue una fecha trágica. La policía lo detuvo a la salida de un departamento de la calle Franklin, donde había estado consumiendo drogas. ¿Una distracción de Julio Mera, el ministro del Interior? ¿Un ardid para tapar el escandaloso Yomagate, que transcurría en esos días? Para Maradona siempre fue un enigma.

Diego Maradona con Carlos Menem, una relación con altibajos
Diego Maradona con Carlos Menem, una relación con altibajos Fuente: Archivo

El mundial del ’94 fue dramático para él. Y también para Menem. Era el campeonato en Estados Unidos. El de las relaciones carnales. Se jugaba mientras en Santa Fe Menem conseguía la reelección. «Pelusa» quedó afuera por otro doping positivo. «Me cortaron las piernas», le dijo a Adrián Paenza en el aeropuerto de Houston. Maradona había sido contratado como comentarista por Clarín.

La relación con Menem se había quebrado con la detención en Caballito. Aun así, en 1995, durante la campaña de la reelección, el gobierno lo convirtió en la imagen del operativo Sol sin Drogas. De esos años data una foto de Maradona recostado sobre una silla, vestido con una camiseta con la cara de Domingo Cavallo y la leyenda «Gracias Mingo».

En los años 90, con una camiseta de Domingo Cavallo
En los años 90, con una camiseta de Domingo Cavallo

Fernando de la Rúa no tenía tiempo para el fútbol. Pero hacia el final de su mandato, Alberto Ibáñez, el legendario «Tatino», íntimo amigo del astro, lo llevó a Olivos. Era un tiempo depresivo. Con su retórica inigualable, «Tatino» recuerda: «Eran días muy complicados. El hombre (por De la Rúa) estaba a punto de subirse al tobogán con manteca. Pero el genio puso un minuto de alegría». Le calzó un gorro de Boca en la cabeza a Inés Pertiné e intentó hablar de futbol con el Presidente y con Fernando de Santibañes. Todos se fueron a dormir temprano. Menos los invitados. Maradona se sentó en el escritorio de De la Rúa y, como estaba acalorado, abrió las ventanas. «Tatino» recuerda: «Empezaron a volar los decretos y Diego me gritaba: ‘¡Tatino, Tatino, esta noche gobernamos nosotros!». Ayer ese amigo lo evocaba diciendo «nunca vi a nadie en el mundo que tuviera inhibición cero. Diego no tenía problemas de andar desnudo por la calle. Se relacionaba bien con el poder. Porque él era el poder».

Con Macri no había simpatía. La relación venía contaminada desde Boca. Sobre todo desde aquella negociación salarial en la que, siendo capitán del equipo, lo llamó, por avaro, «el cartonero Báez». Maradona había vuelto al club de la mano de Antonio Alegre y Carlos Heller. Macri lo sacó.

Era el desenlace de una relación de muchos años. Mauricio, el hijo de don Franco, solía llevar a Maradona a la quinta Los Abrojos a jugar con sus amigos, allá por el año ’87. Así lo conocieron, entre otros, Gustavo Arribas, Sebastián Salaber, Diógenes Urquiza, el Turco Vázquez o Bobby Cristiani. Una de esas tardes, cayó por la quinta Alfonso Prat-Gay, para ver el partido. Tuvo suerte. Como uno del equipo se retrasó, Macri le hizo jugar el primer tiempo. Es posible que haya sido la mayor alegría que Macri le dio a Prat-Gay en su larguísima relación.

Maradona, en un partido organizado por Mauricio Macri en la quinta Los Abrojos, en los años 80
Maradona, en un partido organizado por Mauricio Macri en la quinta Los Abrojos, en los años 80

La peor relación de Maradona fue con el duhaldismo. Eduardo Duhalde se ganó un enemigo complicado desde que el responsable de drogadicción, Alberto Yaría, decidió escoger a Maradona como la imagen de lo que no se debe ser. Es curioso: Maradona venía del territorio de Duhalde.

Como con Gardel, su cuna fue motivo de disputa. Él recordaba que había nacido en el hospital Fiorito, de Lanús. Pero su casa quedaba en Lomas de Zamora. Con ese barrio hubo un trato complejo. Jorge Ossona, que estudió como nadie la sociología de la zona, observa lo siguiente: «Fiorito es fútbol. Y Maradona es fútbol. Es un mito del que los del barrio se sienten orgullosos». Sin embargo, el trato con Maradona-ser-humano es menos lineal. En la cancha de Don Goyo, en la que empezó a tocar la pelota, hoy hay un asentamiento. El club Bandera Roja, el club Los Gauchitos, están desconsolados. Aunque nunca recibieran nada de él. Maradona regresó a Fiorito de la mano de Verónica Ojeda. Pero a Fiorito Centro. No a su barrio. En 2015, visitó el lugar acompañando a Cristina Kirchner y Daniel Scioli para una inauguración de campaña. Dice Ossona: «Es como el peronismo en ese rincón del conurbano. Algo que se adora. Y algo que se ausenta».

 

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